La muerte tiene esa desvergonzada indecencia que siempre la hace sorprendente y emotiva.
La muy pícara…
O sea, no es como un esnob y original postre emplatado artísticamente como una ruina de un bombardeo en el Berlín del siglo pasado que, a la segunda vez de comerlo nada tiene de sorprendente; no es lo mismo.
La muerte es pura renovación, un crac en la monotonía diaria. Por supuesto me refiero a la muerte de otro y que por ello, rompa tu repugnante rutina diaria. Mala suerte para el finado; pero la vida es así de puta. Luego ya me tocará a mí y no me quejaré, lo juro.
Como diría un chef: “Se debería hacer una reducción de la meliflua vida con unos clavos de bilis, dolor en rama y una cucharadita de muertes de macadamia espolvoreada en frío para corregir su excesiva dulzura y cremosidad; que adquiera una textura más recia y un sabor más intenso”.
Está bien, no lo dice ningún chef; pero debería.
Fuera de metáforas, los consoladores anales y vaginales, deberían contener fibras urticantes para favorecer una mortificación intensa, aquella que hace crecer el vello dos centímetros de largo en apenas un orgasmo.
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