El hijo se hace adulto y yo me desintegro lentamente en el tiempo, como si ya no tuviera razón de ser.
Los padres somos efímeros. El mío lo fue.
Y así observo a ese hombre desde las lejanas brumas de la desaparición.
Es su turno de juego y el mío de morir.
No hay drama, solo orgullo y una serena y melancólica constatación.
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