sábado, 6 de enero de 2018

Un tiro de gracia


Lo mejor de las fiestas de bondad navideña es hoy, el último día: reyes.
Heme aquí para clavar el puñal en la nuca de los que sufren. ¡Ja!
El descabello…
La montaña estaba tranquila a la mañana, no hay luces ni gente, es igual que siempre, en todo momento. Los jabalíes y otras bestias cagan en el camino y no se nota que hayan comido cosas raras.
La tarde, ya de noche, ha dejado las calles vacías y las bolas y campanas de luces, cuelgan tristes como los cojones de dios o los de un líder; como un mudo arrebato que llama al final, así se mecen por una perezosa brisa.
El ganado se ha quedado en sus casas, intentando ser felices viendo a sus hijos abrir regalos y jugar con ellos; pero no lo consiguen. Están cansados de derrochar lo que no tienen, les acosa el ridículo de una sensiblería farisea de la que han hecho gala estos días. No encuentran ahora la razón de tanta mierda. Cerebros meramente funcionales que se sobrecargan ante lo que no saben definir; pero intuyen.
Los asientos de los cafés están libres, vacíos; como si fuera yo un superviviente que se siente así de bien. Por un momento me hago la ilusión de que no existen, no están.
Espero que no salgan de sus madrigueras, incubando esa depresión formada de hipocresías y banales excesos que han cometido porque así lo ha establecido alguien por ellos.
No importa, pronto les darán otro momento para que se vean obligados a disfrutar: el carnaval.
Mientras tanto, que se jodan.
Sí, lo sé, la empatía es algo que no considero.
Una carencia que no me molesta, una buena deficiencia.
Asumo mi naturaleza misántropa y despótica.
Me ha tocado ser el malo.
Alguien tenía que serlo.
No sé si reír o reír.

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