El folclore y las tradiciones están muy bien.
Son necesarias para preservar la cultura y crean nostalgias entrañables; pero
me rechinan los dientes cuando en un semáforo se me acerca un tipo con
taparrabos y plumas y díceme: Soy universitario.
Me quedo bizco ante el taparrabos y las plumas,
imaginando a Hernán Cortés sujetándolo con un mecate atado al cuello.
Recapacito sobre las culturas en las que las mujeres, suajilis y masais por
ejemplo, exhiben sus tetas sin pudor (para que tengan interés antropológico no
han de superar los veinte años, de lo contrario hay que observar sus pezones dirigiendo
la mirada a sus tobillos) a los turistas y en los documentales, maldiciendo mi
suerte de que siempre me toque macho en los semáforos.
Y respóndole: Pues yo creo en las formaciones
calizas de las cuevas en forma de nabo.
Y arranco el coche antes de que me ponga bajo
la nariz una lata oxidada de trozos de melocotones para que le tire unos pesos
que pienso invertir en tabaco.
A través del retrovisor observo una estela de
plumas de pollo revoloteando en el aire.
Tengo una vena poética…
Excelso.
Buen sexo.
Iconoclasta
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